Arriba: Tres de las cuatro bocas de emisión del volcán de Cumbre Vieja que estaban activas en el momento en que se toma la fotografía. Crédito IGME
Estudiar grandes erupciones significa presenciar la belleza y la tragedia al mismo tiempo
El 16 de marzo de 2017, el monte Etna casi mata a Boris Behncke. Estaba en los nevados flancos del volcán, acompañando a un equipo de filmación de la BBC. Serpientes de lava se deslizaban fuera de un cráter sureste, pero Behncke, vulcanólogo del Instituto Nacional de Geofísica y Vulcanología de Italia, no sintió la necesidad de sacar el casco de su bolso. Estaban a más de una milla del cráter, aparentemente lejos del alcance de los daños.
De repente, brotaron destellos de vapor del hielo; la lava se había colgado en el banco de nieve y lo estaba vaporizando violentamente, lanzando al aire escombros al rojo vivo. Todos echaron a correr cuesta abajo; algunos fueron derribados por las explosiones, otros fueron cubiertos por una lluvia de roca volcánica similar a la del periodo eón Hádico. Un pequeño trozo de abrasadora materia se disparó contra Behncke, atravesando su mochila como una bala a través de gelatina. Que no se hubiera puesto el casco resultó extrañamente afortunado: si se lo hubiera colocado en la cabeza, ese fragmento volcánico le habría atravesado el abdomen.